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Miguel Ángel Buonarroti.

Miguel Angel, pintor de los famosos frescos de la capilla sixtina a diferencia de otros genios fué un hombre próspero, su taller estuvo lleno de aprendices y maestros, aunque no faltaron los enemigos y envidiosos.
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Uno de los oficios que desempeñó mi padre, a lo largo de su vida, fue el de escultor, aunque tal vez por pudor prefirió no llamarse así, porque ¿cómo ostentarse como tal? Él, un artista menor, teniendo como referentes a Miguel Ángel, Donatello, Rodin y la misma Camille Claudel. Por eso en mi acta de nacimiento quedó asentada, como ocupación de mi padre: Marmolista. Durante años fue mi trauma, veía las actas de mis amigos, sus padres eran profesionistas y el mío simple marmolista. No sería sino muchos años después cuando descubrí la historia de un escultor que no se atrevía a llamarse así. Cuando le preguntaban -y así lo conocían también en las canteras de Carrara-, declaraba ser un tallador de piedra. Lamentablemente ese orgullo por mi viejo, no pude decírselo nunca, llegó demasiado tarde…

Miguel Ángel, a diferencia de otros genios fue un hombre próspero, su taller estuvo lleno de aprendices y maestros, aunque no faltaron los enemigos y envidiosos. Recordemos: Julio II lo contrata para que se encargue de su mausoleo. Cuarenta estatuas. Cuentan que se fue volando a Carrara y era cosa de ver el gusto de la gente y del Papa cuando la preciada carga llenó La Plaza de San Pedro y Miguel Ángel, con los ojos incendiados gritaba que esculpiría una montaña. Mas el envidioso Bramante conspira y el Papa cancela el contrato. Buonarroti, enojado, se va de Roma. La reconciliación llegará más tarde, pero el proyecto del mausoleo se pospone de nuevo. Miguel Ángel, el genio que nació escultor dedicará cinco años a pintar los famosos frescos de La Capilla Sixtina. Julio II muere y Miguel Ángel acuerda con el nuevo papa: se hará cargo de un mausoleo más modesto. León X, hijo de Lorenzo el Magnífico, lo piensa mejor: Le encarga la capilla de sus antepasados, los célebres Médicis, pero los florentinos se rebelan y enfrentan el poder papal. Buonarroti es un patriota, deja la escultura y se hace cargo de las fortificaciones de la ciudad. La guerra se pierde pronto. Su destino está en las manos del Papa. León X lo sabe, sería un crimen de lesa humanidad atentar contra la vida del genio. Lo aprehende, lo regaña y lo manda a trabajar, pintará los frescos del Juicio Final que ocupan la parte de atrás del altar de La Capilla Sixtina y consumirán otros seis años de la vida de ese hombre que se decía nacido para ser tallador de piedra.

Acometió su nueva tarea con toda su pasión, no importaría que la controversia volviera a seguirlo, que años después el Papa Paulo IV mandara cubrir las partes íntimas de las pinturas a un oscuro pintor de nombre Danielle de Volterra, a quien por ese hecho la posteridad conocería con el sobrenombre de Braghettone, por los púdicos taparrabos que utilizó. El arte cambiaría para siempre y sobre el muro quedarían pintadas para la posteridad, las arrebatadas pasiones que lo atormentaron a lo largo de su vida: están ahí -no podrían faltar- lo místico y lo profano representados por demonios, santas, santos, pecadores y mártires, revueltos en una aparente confusión donde reinan la ira y el dolor. Todos ellos exhibiendo sus partes íntimas, con una musculatura que nos hace recordar que el maestro, aún para pintar a sus mujeres, utilizó varones como modelos. Al fondo, en el costado superior derecho, tres parejas de hombres parecen abrazarse. En la parte inferior del costado derecho es posible localizar, perdido en el infierno, con una serpiente enrollada en sus piernas y la apariencia de un ser vicioso, a Biagio da Cesena, el secretario del Papa que se ganara la enemistad del genio al afirmar que ese mural era más propio de una taberna que de una iglesia y que como castigo a su insolencia, Buonarroti lo mandara literalmente al diablo. Musculosos hombres con senos implantados que a pesar de sus rasgos masculinos casi nos convencen que son mujeres. Santas que voltean y dejan su rostro cerca, inconvenientemente cerca de los mártires o de los santos. Y en el centro de esa corte de los milagros, un Cristo entrado en carnes, falto de años y de barbas parece ordenar pongan punto final a todos los desmanes, aunque hubo quien viera en su ademán un gesto iracundo. Finalmente María, su madre, sentada a su costado, se contorsiona en su asiento para evitar el contacto con el brazo de sabe Dios quién, que aparece a su lado.

Treinta años después moriría Miguel Angel en los brazos de su secretario, el ilustre Bragghettone y de Tomasso dei Cavallieri. Moriría a los ochenta y nueve años, edad poco común para aquellas épocas. Todavía seis días antes de que ello ocurriera se le vio trabajando y sólo faltando dos días para su fallecimiento lograron meterlo a la cama. Algo que le preocupaba había quedado resuelto: la bóveda de la basílica de San Pedro. El Papa, como justo homenaje quiso sepultarlo en Roma, pero él dispuso que lo regresaran a su amada Florencia. Dicen que al llegar ahí destaparon el féretro y se encontraron con que el cuerpo estaba intacto, parecía que dormía, al menos eso dijeron…

Por Alejandro Ordóñez